
¿Son tus genes responsables de quién eres? Tus genes expresan tus características, pero ¿pueden modificarse por el ambiente? La frase “yo soy así y no puedo cambiar” o “lo he heredado de…” pierden sentido si entendemos que, igual que un interruptor enciende o apaga la luz, el ambiente puede afectar a la expresión de nuestros genes. La epigenética se refiere a esa capacidad del entorno de modificar el material genético.
Diferenciar qué pertenece a los genes, qué pertenece al ambiente y qué a la interacción entre ambos, es realmente difícil. Si una persona tiene dolores de cabeza frecuentes y su madre también, puede ser una característica heredada, o quizás ambas vivan en un entorno con alta contaminación con las consecuentes afecciones neurológicas, pero también puede ser que el ambiente familiar tenso sea la causa. Saber el origen es complicado y, lo único que podemos modificar es el entorno. Igual que un árbol crece torcido si hay viento y se yergue fuerte y robusto con un sustrato rico, sol y suave brisa, nosotros nos desarrollaremos en todo nuestro potencial en un medio adecuado.
Los entornos sobre los que podemos intervenir para crecer y florecer en todo nuestro esplendor son: hábitos familiares, estrés ambiental, el apego que desarrollamos con nuestros cuidadores y la personalidad que adoptamos.
- Hábitos
Algo muy común entre familias es compartir hábitos de alimentación, deporte, maneras de movernos, de hablar… Todos estos hábitos hacen que te sientas parte de algo más grande, perteneces a tu clan. Sin embargo, son estos hábitos los que producen buenas o malas consecuencias:
- Si en tu alimentación hay muchas carnes rojas, puedes tener gota, si hay muchos productos azucarados puedes desarrollar diabetes.
- Si no haces mucho deporte puedes padecer obesidad y problemas musculares.
- Si tu postura al caminar es encorvada o torcida al sentarte, puedes sufrir de problemas de espalda o escoliosis.
- Si hablas cerrando la garganta puedes desarrollar pólipos en las cuerdas vocales.
Así podríamos relatar un sinfín de afecciones que se solucionarían cambiando de hábitos, pero primero tenemos que hacernos conscientes de las consecuencias de las costumbres trasmitidas de padres a hijos. Para más tarde, aceptar que podemos ser diferentes y sanar a nuestro clan, por nosotros y por los futuros descendientes, convirtiéndonos en un miembro de honor. Sin embargo, antes de liberarte de las tradiciones es importante tener una seguridad interior que te mantenga en equilibrio con tus raíces y no sentir que traicionas a tus orígenes.
La lealtad a la familia es un vínculo muy fuerte; necesitamos colaborar para subsistir y lazos sociales para mantener nuestra estabilidad emocional. Los hábitos y costumbres nos identifican con nuestro grupo de iguales del que, si nos separamos, nos sentiremos indefensos, desprotegidos, y sin un sitio en el mundo.
Creando un vínculo seguro contigo, aceptando tus orígenes y dándote el cuidado y la atención que necesitas, recuperas el control de tu vida sin rechazar a tus ancestros.
2. Estrés
El estrés, algo habitual en estos tiempos, provoca cambios importantes en nuestro organismo. Cuando tenemos muchas obligaciones a lo largo del día y poco tiempo para descansar y disfrutar de actividades placenteras, surge el stress. Se liberan hormonas que ayudan a mantener un nivel de actividad alto. Esta activación a corto plazo es adaptativa, sin embargo, a largo plazo produce agotamiento y, si no descansamos, las reservas energéticas se acaban y surgen las enfermedades.
Imagina una persona que tiene que levantarse a las 5:00 de la mañana y conducir hasta el trabajo 1 hora. Cuando llega tiene que atender las exigencias de su superior, colaborar con compañeros y comer rápido para terminar el trabajo del día y salir a las 7.00 de la tarde. Siempre con una sonrisa y manteniendo una buena actitud, reprimiendo las emociones que le surgen. Llega a casa agotada y con más obligaciones antes de acostarse. La energía disminuye y deja de pensar para sólo actuar. Lo más importante pasan a ser las tareas que se suponen que hacía para tener una mejor vida, para disfrutar y, al contrario, termina sin tener conciencia de quien es, se aísla del mundo y, finalmente, de sí misma para convertirse en un autómata que deja de sentir para sobrevivir. Pero, tu cerebro se revela y te grita “¡Estoy aquí!” “¡Quiero vivir!”. Es cuando empiezan los problemas de salud física y mental.
La manera de recuperar nuestra vida es escucharnos, una tarea que lleva tiempo puesto que desde que nacemos, los mensajes exteriores van acallando nuestro mundo interno hasta desconectarnos, pero el cerebro responde y protesta. Su forma de llamar la atención es enviando señales como son el aumento de los niveles de cortisol y adrenalina en el torrente sanguíneo.
El cortisol ayuda a liberar azucares a la sangre para obtener energía. Pero si sus niveles se mantienen altos en el tiempo, suprime el sistema inmunitario con la consecuente aparición de infecciones y, a largo plazo, osteoporosis. Por otro lado, la adrenalina es importante para mantenernos alerta, acelera el corazón y aumenta el aporte de la sangre en las extremidades para poder huir. Una estrategia que fue útil cuando éramos cazadores, sin embargo, ahora causa hipertensión.
De esta manera el cerebro se comunica con nosotros para que expresemos rabia, miedo y tristeza de forma sana, sin hacernos daños ni a nosotros ni a los demás. La forma de protegernos de los efectos nocivos del estrés es poniendo limites tanto a nosotros como a los demás. Cambiando nuestro estilo de vida y priorizándonos, al igual que pidiendo ayuda cuando nos sobrepasan las circunstancias y las emociones nos absorben.
3. Apego
Partiendo de una única célula, después de multitud de divisiones, surgimos como un ser emocional único, con células idénticas genéticamente.
Esta multitud de divisiones se producen en el útero, un entorno donde llegan los alimentos que nutren al feto, al igual que las emociones que experimenta la madre en forma de hormonas. Este primer ambiente afecta tanto a la expresión de nuestros genes como a nuestra futura salud. Un feto aceptado incondicionalmente crecerá en un ambiente más saludable que otro que es rechazado por su madre.
Después, al nacer, la manera en que nos sintamos queridos y protegidos hará que formemos un vínculo más o menos seguro con nuestra figura de apego, nuestros padres. La madre empieza a producir oxitocina, la llamada “hormona del amor”, la misma que aumenta cuando nos enamoramos. Sin embargo, la situación ideal es difícil porque nuestros padres tienen sus propios problemas de salud, de trabajo, de familia, y todas esas circunstancias repercuten en cómo nos tratan y como nos sentimos. Lo que a su vez produce unos efectos en el cerebro y el futuro adulto.
Los 3 primeros meses de vida extrauterina de un bebé son cruciales para su futuro. Si tiene una madre nerviosa, enfadada, triste, el niño interpreta que el mundo es un lugar peligro y su cerebro empieza a desarrollarse para hacer frente a ese mundo. Sin embargo, si nace en un hogar donde los padres son tranquilos, cariñosos y atentos a las necesidades del niño, será una persona empática y confiada. Durante los siguientes 7 años, nuestros genes van adaptándose al ambiente y expresando mayor o menor concentración de determinadas hormonas, neurotrasmisores y neuropétidos para sobrevivir. Por lo que, teniendo los mismos genes de partida, el ambiente hace que se expresen más o menos los productos de dichos genes, con las subsiguientes consecuencias sobre nuestra percepción de felicidad y salud física y emocional.
El niño desarrollará un apego seguro si se siente querido; alimentado cuando tiene hambre, abrigado cuando tiene frio y acariciado cuando tiene miedo. En caso contrario, desarrollará miedos, inseguridades, rabia y, a consecuencia de esas emociones no expresadas y necesidades no cubiertas, también enfermedades. Pero ahora como adulto, puedes empezar a liberarte de esas prohibiciones; expresar lo que un día no fue posible y darte lo que necesitaste.
4. Personalidad
El tipo de apego que desarrollemos hará que tengamos una personalidad más o menos confiada, rebelde o temerosa. La personalidad es la defensa frente al mundo que percibimos que hemos vivido nuestros primeros meses de vida.
Al mismo tiempo, la personalidad es la causa de nuestros problemas de salud ya que, para defendernos de nuestro entorno, evitamos emociones que creemos que son peligrosas. Inhibimos la expresión de lo que sentimos, provocando que nuestro mundo interior se revele y nos muestre lo que ocultamos en forma de dolencias. Como escuché en una ocasión al Dr. Gabor Maté “No somos culpable de nuestras enfermedades, pero si responsables”. No podemos cambiar el pasado, pero si trabajar para entenderlo y aprender de él, para tener un futuro sano y feliz. La terapia crea un ambiente de aceptación y seguridad que posibilita el cambio de percepción del entorno. Cuando te haces consciente de lo que esconde tu personalidad y lo aceptas sin miedo, evitas que se manifieste en forma de enfermedad. Finalmente aparece tu Yo verdadero.
Paloma Rodríguez Sánchez, PhD